Yemas de flor y yemas de hoja. Complejos mecanismos físicos, químicos y ambientales hacen que se despierten sólo en el momento más oportuno para la planta. Espectaculares secuencias fotográficas de la apertura.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Viviana Spedaletti
También las plantas duermen. Transcurren períodos de reposo o propiamente de letargo, en los cuales la vida parece apagada, pero sigue en cambio unos “programas” en gran parte misteriosos, ligados al ambiente en el cual la especie ha nacido y a su historia.
Para entenderlos es necesario un profundo conocimiento químico y botánico, o el aprovechamiento de la naturaleza de San Francisco; el lado izquierdo de nuestro cerebro, lógico y deductivo, o el lado derecho, el intuitivo de los artistas, de los sanadores, de los místicos, de las mujeres, y de quien, más prosaico, tiene habilidad para la jardinería.
Probad a cortar una ramita de duraznero en otoño, cuando las yemas están ya formadas, y a colocarlo en agua al calor: no florecerá.
Y buscaréis en vano, en verano, de hacer germinar, regándola, una semilla de cereza.
Porque ambos reposan y necesitan para rebrotar algún mes al frío.
Aunque parezca increíble, cada especie tiene su reloj interno. Ejemplares recogidos en el hemisferio sur mantienen a menudo por años el ritmo de floración austral, y regar una planta en el período equivocado, molestar sus biorritmos, significa siempre matarla.
En los trópicos, en las selvas tropicales, el mundo verde puede elegir cuando cambiar las hojas, florecer o reposar. Pero donde la vida es más difícil, porque no llueve durante meses, o como aquí, porque el terreno se hiela y el agua no logra alcanzar las hojas, los tiempos de desarrollo y reposo de las diferentes plantas tienden a coincidir.
Nada para sorprenderse, entonces, si un desierto florece de golpe, transformándose en jardín, o si los árboles que sólo ayer estaban esqueléticos y desnudos, aparecen hoy recubiertos de flores. Para muchas especies todo se juega en pocas semanas; luego es sólo “ordinaria administración”: madurar los frutos, crecer y prepararse para los bombardeos primaverales del año siguiente.
Aprovechar lo mejor posible los animales y el viento para reproducirse es la vocación de cada planta pero especialmente en los “períodos de punta”, cuando la competencia es despiadada, las grandes familias botánicas muestran increíbles tesoros de imaginación y astucia.
Las rosáceas, por ejemplo, monopolizan inmediatamente la atención de las abejas con unas típicas “flores de asalto” en sus colores preferidos. Ciruelos, manzanos, perales, almendros, durazneros y cerezos sorprenden con nubes de pétalos blancos y rosados, y anuncian mucho antes que las golondrinas, en nuestros climas, el regreso de la bella estación.
Las plantas anemófilas apuntan en cambio a la cantidad y a la tempestividad de la emisión de polen. Sus corolas, insignificantes y sin néctar, no deben seducir a nadie, pero confiar millares de gránulos de polen al viento antes que las hojas, despuntando, les frenen la carrera.
Y siempre a causa de estas últimas, pero por otro motivo, también el sotobosque está en actividad: las prímulas, los ranúnculos y muchas otras hierbas se apuran en efecto a crecer y florecer antes que la bóveda verde de los árboles les robe la luz, limitándoles la fotosíntesis y el desarrollo.
“Quien llegue antes, oponentes no tendrá”, este famoso dicho vale también para las plantas; y de polen, para gran alegría de los insectos y de los alergistas, en primavera se hace un gran derroche.
Donde un solo gránulo sería suficiente, la naturaleza, sorda al concepto, todo nuestro, de productividad, fabrica un millón de ellos, y un centímetro cuadrado de tierra, en Europa, recibe en término medio 27.000 al año.
Hay realmente para soñar, también porque el polen de cada especie tiene su típico diseño: 250.000 variantes arquitectónicas sobre un granito, 250.000 “firmas” inconfundibles que el microscopio electrónico nos devela hoy en toda su escultural belleza.
Las coníferas y las plantas a candelilla (los no botánicos lean: “que reúnen las flores en estructuras llamadas amentos, similares a culebritas o colitas de gato”) son las más pródigas: una sola “colita” de abedul libera al viento un millón de gránulos, un avellano 500 millones, y las inflorescencias masculinas de los álamos, de los robles, de los arces, de los sauces y de los alisos, no ostentan ciertamente empresas menos legendarias.
¿Y las hembras? Aparte de los plátanos, donde las flores del gentil sexo aparecen reagrupadas en vistosas esferitas rosadas, y el alerce, que las dispone artísticamente en forma de “ananás”, en general los órganos femeninos de nuestros árboles son escasos y pequeños.
Mini-candelillas con flores femeninas, pero también, como el avellano, florcitas aisladas, casi invisibles si no fuera por las minúsculas estructuras en antena con las que capturan el polen.
Todas estas representaciones, los increíbles “sprint”, los delicados mecanismos de relojería que hacen salir las flores antes que las hojas, son obra de las yemas.
Yemas de flores, yemas de hojas, yemas de madera, yemas de reserva, a veces con dos o tres funciones contemporáneamente, que se abren sin hacerse engañar por las bizarrías climáticas, según un esquema bien preciso, en el cual cada eventualidad parece prevista.
Veamos cómo están hechas y por qué a un cierto punto se despiertan.
Si seccionamos una, también en pleno invierno, las encontraremos enrolladas o replegadas en diferente modo, ya prontas a abrir, las hojas o los pétalos.
Forman el llamado “meristema”, un ápice vegetativo constituido por células jóvenes, durmientes, en grado de desarrollarse rápidamente, diferenciándose en los diferentes órganos de la planta.
Exteriormente todo está protegido por las pérulas, especiales hojitas escamosas encastradas casi siempre entre ellas a modo de teja. Pueden segregar resinas impermeabilizantes, como en el álamo y el castaño de Indias, o presentar tupidos vellos, como en el fresno y el sauce.
Hacen en síntesis, según los casos, de coraza, de impermeable o tapado. Así vestida la yema puede dormir sueños tranquilos; y aquí el plural no es casual porque de “sueños”, para las yemas, los botánicos distinguen hasta tres: el “pre-reposo”, en el que las de reserva, más pequeñas, pueden despertarse y reemplazar a las “dominantes”, caídas por ejemplo por una granizada estival o la mordida de un animal; el “pleno reposo” en el cual la yema no puede de todos modos germinar; y el “post-reposo”, el período en el cual, acumulado el frío necesario, las “arcas” del mundo verde esperan sólo un estímulo luminoso para abrirse.
Y sí, porque el despertar de las yemas no depende, como generalmente se cree, de la temperatura del aire (una jornada calurosa, en enero, no las ha engañado jamás), sino de la duración del día. Lo hemos visto en los últimos inviernos sin nieve, particularmente templados, en los cuales las ramas han permanecido como siempre, desnudas, hasta la fecha fijada por el curso de los astros.
La luz despertaría a una sustancia contenida en las yemas, la proauxina, que transformándose en un producto activo, la auxina, estimula la diferenciación y la proliferación celular. Y siempre gracias a las auxinas, se explicarían las complejas jerarquías de las yemas sobre las ramas, los tropismos y el milagro de los injertos.
Mientras químicos y botánicos están en el trabajo, los floristas han ya encontrado una aplicación práctica del fenómeno en el campo de los “forzamientos”. Cuando aún hace frío y la naturaleza duerme bajo la nieve, aumentando las horas de luz en los invernaderos, engañan a las yemas en el “post-reposo”, y para la alegría del consumismo, en Navidad las azaleas están ya en flor.
SCIENZA & VITA NUOVA – 1990