Esta planta tiene2.000 años. Extraordinario reportaje sobre un “fósil viviente” del desierto de Namibia. Estaba inventando la flor. Sólo tiene 2 hojas, que crecen sin parar deshilachándose al contacto con el suelo candente del desierto. Los insectos polinizadores. Increíbles astucias para sobrevivir.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Viviana Spedaletti
“Despacio, despacio, por favor”, repito desde hace unas 3 horas al chófer que conduce gallardamente mi jeep, entre las piedras de Namibia como un Rolls sobre una autopista brillante.
No es más un pedido sino algo entre una súplica y la necesidad de descargar la conciencia, cada barquinazo, de los posibles daños a las cámaras fotográficas.
Equilibro como puedo los objetivos, manteniéndolos suspendidos entre mis brazos y controlo, con el rabillo del ojo, el bolso de las películas expuestas y de “uso rápido”. No sé más dónde ponerla: el sol ya ha calentado todos los asientos y el fondo del auto, teóricamente a la sombra, está casi candente por la fricción.
El sitio menos caliente está al centro, aproximadamente 20 cm bajo el techo, y allí, fatigosamente, engancho el bolso, con la sádica satisfacción de verlo sacudir sobre la cabeza de mi “conductor” cada vez que exagera o toma mal el camino.
El pobrecito es la primera vez que conduce por estas partes: desde hace dos días añora a los “aventurados” turistas que se conforman brebajes de Etosha, y teme perder contacto con el coche de nuestro guía, John Lavranos, botánico explorador, colaborador del famoso Misuri Botanical Garden de Saint Louis.
“Dos jeeps con cuatro ruedas y un buen chófer”, me había preguntado enseguida por télex, en cuanto le anticipé la idea de un reportaje sobre el Welwitschia.
Aunque el desierto de Namibia es apenas el 5% del Sáhara, cada año siega sus víctimas. Las ruedas desvían y se llenan de arena, los motores se derriten y entrar allí con un solo medio es pura locura. Nuestra pista no está tampoco indicada sobre los mapas, y si no fuera por la nube blanca de polvo del coche de John, no sabríamos a menudo dónde girar.
Por fin se detiene para mostrarme una impresionante extensión de coloridos líquenes, señal que allí se forman condensaciones y que la vida, de algún modo, es posible. Desde debajo de un peñasco, brota una pequeña planta, similar a un cactus. Crece aprovechando un par de horas de sombra y un rocío que resbala a lo largo de la roca.
Generalmente, me explica, se define desierto un lugar donde la evaporación potencial es el doble de las precipitaciones promedio. Aquí caen a lo sumo 20 mm al año, la arena supera los 70 °C, el aire los 40 °C, y la relación sería de 1 a 200 con ninguna posibilidad de vida.
Pero por la mañana temprano y por la tarde, del mar llegan a menudo las espesas nieblas que se forman, a lo largo de la costa, a causa de la corriente fría del Benguela, y se ha calculado que 100 días de niebla equivalen a por lo menos 50 mm de lluvia.
Para sobrevivir en los desiertos las plantas usan 3 estrategias: almacenan el agua en las grandes vacuolas de las células, como esta suculenta, reducen la dispersión de líquidos con hojas caducas, minúsculas o transformadas en espinas, o evitan la estación seca con un crecimiento relámpago, de semilla a semilla, concentrada en el breve período en que llueve.
La Welwitschia mirabilis, una perenne con dos enormes hojas no caducas, sale completamente de estos esquemas, porque no es una planta del desierto sino la increíble adaptación a un clima árido de un árbol de la selva.
Lo miro perplejo.
De las rocas, continúa, se saca con precisión la edad del Desierto de Namibia, 60 millones de años a lo sumo, y la Welwitschia pertenece a un grupo de plantas mucho más antiguas, los gimnospermas, que tuvieron su máxima difusión hace 135-205 millones de años, cuando aquí crecía una exuberante selva pluvial.
Parece increíble pensarlo, entre nubes de arena y rocas agrietadas por el sol, pero sustancialmente estamos buscando los últimos árboles de una selva prehistórica.
De repente encontramos uno, luego otro, de nuevo otro, y por fin un ejemplar enorme, con más de 4 m de diámetro.
Tendrá casi 2000 años, comenta John, mientras pienso emocionado en Friedrich Martin Joseph Welwitsch, el médico y naturalista austríaco que descubrió la Welwitschia, cerca de Cabo Negro en Angola, el 3 de septiembre de 1859.
Cayó de rodillas, pasmado, sobre el terreno ardiente, creyendo soñar. Charles Darwin la definió luego “el ornitorrinco del reino vegetal”, y entiendo en un instante cómo la falta de atractivos estéticos sea, para un botánico, irrelevante y el apelativo “mirabilis” más que justificado.
Crece en estaciones discontinuas, continúa John, allá dónde penetran las nieblas, entre 25 y 120 km de la costa, a lo largo de una franja de unos 1000 km, que va desde el Kuiseb River, en Namibia, hasta Moçamedes, en Angola.
Nos inclinamos sobre el enredo de hojas, requemadas en el ápice, que se entrelazan entre ellas como las serpientes sobre la cabeza de la mítica Medusa.
En realidad son sólo dos.
Crecen sin parar, 10-20 cm al año, como cabellos de un tronco acéfalo. Podrían alcanzar teóricamente alcanzar el metro y medio de ancho y un largo indefinido, pero en su continuo movimiento las puntas tocan el suelo, se queman, se deshilachan y con el tiempo las hojas se parten en muchas tiras, a lo largo de las nervaduras paralelas.
Es el único caso, me explica, de hojas perennes con acrecentamiento secundario. Un tejido meristemático produce sin parar nuevas células y en su larga vida esta planta ya habrá fabricado al menos 1000 m2 de hojas, una imaginaria pista deportiva verde de 400 m de largo y 3 de ancho.
Las toco: son duras, coriáceas, les falta un revestimiento ceroso típico de muchas plantas del desierto y ofrecen al sol una superficie enorme, como si la planta abundara de agua.
Tendrán muy pocos estomas, comento, pensando en las pérdidas relacionadas a la fotosíntesis en el desierto.
Al contrario, cuentan más de 250 por mm2, sobre ambos los lados, más que la mayor parte de las plantas. Un recuerdo, quizás, de la vida “a lo grande” pasada, hace millones de años, en las selvas pluviales.
De acuerdo, ¿pero hoy?
Mientras más numerosas son las “bocas”, me explica, mejor absorben los rocíos de la mañana. Luego, durante el día, cuando el aire se pone caliente y seco, a menudo se cierran y la Welwitschia adopta un particular metabolismo, el CAM (Crassulacean Acid Metabolism), descubierto por primera vez en un grupo de plantas crasas, las Crassulaceae.
Sólo abre por la noche los estomas o al alba, cuando está fresco y el anhídrido carbónico puede entrar sin que el viento y el calor se lleven demasiada agua, fija provisionalmente el CO2 en ácidos orgánicos y lo transforma luego, con el sol, en azúcares y almidones.
Un metabolismo sorprendentemente desarrollado en una especie, por muchos motivos prehistórica.
Desde un punto de vista sistemático, continúa John, la Welwitschia mirabilis es una gimnosperma, es decir una planta con “semilla desnuda”, pariente de las cicadáceas (plantas parecidas a pequeñas palmeras también cultivadas por nosotros en la costa), del ginkgo y de las bien conocidas coníferas.
A su aparición, los helechos ya habían inventado el sistema vascular, unas células para transportar el agua del suelo a las hojas, pero la reproducción todavía estaba confiada a la humedad de la selva y a las esporas.
Las gimnospermas fueron las primeras en inventar la semilla, un tipo de “plantita en caja” con reservas nutritivas y muchas más posibilidades que éxito que un organismo unicelular como una espora. Quizás, al principio, las semillas nacían bajo las hojas, pero sucesivamente éstas se transformaron en escamas, que las gimnospermas ubicaron hábilmente, uno sobre la otra, en estructuras en forma de piña.
Luego vinieron las plantas de flor, las angiospermas, que para proteger y propagar mejor las semillas, inventaron el ovario y el fruto. La Welwitschia, por la sistemática aún una gimnosperma, señala el punto de paso entre estos dos grupos de plantas.
Me muestra las microscópicas flores masculinas (como en las cicadáceas y en muchas especies primitivas los sexos están separados: las plantas, llamadas dioicas, es decir presentan sólo órganos masculinos o femeninos): brotan de escamas de pequeñas “piñas”, sostenidas por cortos pedúnculos.
Ya tienen un rudimentario perianto, me explica, constituido por 2 brácteas internas (futuros pétalos) y 2 externas (futuros sépalos) que protegen 6 anteras y una especie de pistilo, que conduce a un ovario estéril. Una verdadera flor, por lo tanto, aunque sólo bosquejada.
Es imposible decir si fue lo primero, es cierto que las otras plantas que lo probaron, hoy están extinguidas y la Welwitschia es el único testigo viviente del histórico paso.
En la base de los pedúnculos, en donde aparecen unas escamas, notamos unas extrañas gotitas, de lo cual nadie ha hablado nunca en los libros. Quizás agua o néctar para atraer a los insectos.
Aunque para algunos autores la polinización es confiada al viento, continúa John, en la práctica se ocupa un insecto, el Probergrothius sexpunctatus, que vive casi en simbiosis con la Welwitschia.
Pasa gran parte de su vida chupando los conos femeninos, y favoreciendoles la infección por parte de hongos microscópicos, contribuye de este modo a hacer que sobre los 10.000-20.000 semillas teóricas por planta, se salven sólo 20-200 al año.
¿Pero cómo? lo interrumpo interesado, ¿dónde está la ventaja?
Aunque aladas, me explica, generalmente las semillas de la Welwitschia no van lejos: chocan en el enredo de hojas y caen cerca del tronco.
Pero en los desiertos, donde los recursos son escasos, las jóvenes plantas no pueden permitirse entrar en competición con la madre: tienen que crecer, es decir, al menos a una cierta distancia. Para estar seguros de no quedar a mitad del desarrollo sin agua, las semillas son cubiertas por potentes inhibidores germinativos (para removerlos hacen falta al menos 25 mm de lluvia, continua o concentrada en 2-3 días) y el Probergrothius sexpunctatus, causando su muerte y su caída, actúa de tal modo que se derriten casi completamente en la base de la planta. En poco tiempo el terreno circundante está empapado de sustancias anti germinativas y el nacimiento de competidores es imposible.
De hecho las Welwitschia más cercanas distan muchos metros, y parece que también las gigantescas raíces, en forma de zanahoria, introducen en el suelo sustancias tóxicas. Tan profundas como el ancho de la planta, tienen una importante función de reserva, y absorben, con esponjosas ramificaciones laterales entre los 25 y los 75 cm de profundidad, el agua que filtra en el subsuelo.
La polinización, continúa John, ocurre entre noviembre y marzo. Luego los conos femeninos se hinchan, las escamas se levantan y las semillas son dispersadas por el viento. Ricas en proteínas y carbohidratos, extremadamente higroscópicas, pueden esperar hasta 3 años, y cuando las condiciones son favorables germinan en 10-20 días.
Desarrollan rápidamente una raíz y dos cotiledones, capaces de fotosíntesis, superados en tamaño, hacia el 4° mes, por las hojas definitivas.
De repente de una planta aparece un ratoncito: nos mira asombrado por un instante y regresa a su pequeño universo verde. Se nutre semillas con las semillas de la Welwitschia y es prácticamente la única presa de la víbora del desierto.
Un insecto, un ratoncito, una serpiente y un árbol, unidos por milenios en un delicado equilibrio, en la que los indígenas llaman “la tierra que no envejece”, el más antiguo desierto o quizás, por qué no, la más antigua “selva” del mundo.
NATURA OGGI + SCIENZA E VITA + CA M’INTERESSE – 1987