Para atraer a los polinizadores las proteáceas australianas unen sus columnas en composiciones floreales. Astucias del mundo verde y estilo pirotécnico.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Viviana Spedaletti
Los feos, se sabe, siempre han encontrado dificultades para seducir y desde hace milenios las flores pequeñas e insignificantes se fatigan el cerebro acerca de cómo vencer la insolente competencia de los lirios, de las rosas o de las ninfeas.
Algunos, como el avellano, han concluido que en el fondo la belleza no es todo y conviene apuntar sobre el “dinero”: millones y millones de dorados gránulos de polen, esparcidos al viento sin economía. Pero para que esta técnica funcione, es necesario vivir en climas fríos (donde la vida es difícil, curiosa coincidencia, el dinero ha tenido siempre mayor conquista), entre plantas de hojas caducas, y hacer el “disparo” muy temprano, al final del invierno. De lo contrario el polen choca contra las hojas, cae al suelo y adiós nupcias.
Otro camino, muy utilizado, es el de la “buena cocina”, o mejor del azúcar. Visto que, como todos saben, “basta un poco de azúcar y la píldora baja”, ofrecer a los carteros del polen, los insectos y los pájaros, un néctar dulce y embriagante, que les haga olvidar las fatigas del viaje. Camino maestro, este, que evita los despilfarros, con una mayor precisión en las direcciones de las “cartas de polen”.
Pero lamentablemente, el azúcar no es monopolio de los feos, y para abrir un restaurante de fama en el prado es necesario también un cartel bien visible que atraiga a los clientes.
Así las flores pequeñas y feas, cansadas de estar solas, han tenido la brillante idea de unirse y simular unas grandes flores para hacerse notar a primera vista. Es el caso de las compuestas, que han inventado la famosa disposición en “margarita”, y, en el hemisferio sur, de las proteáceas.
Plantas muy antiguas ya habían tenido esta intuición antes de la aparición de los dinosaurios, luego la tierra se partió bajo sus raíces y hoy cuentan con algunas representantes en Sudamérica y numerosas especies en Sudáfrica y Australia.
De las proteáceas sudafricanas ya hemos hablado, continuamos ahora la cautivante aventura australiana.
En África ya habían descubierto que la unión hace la fuerza, y que si una corola no es gran cosa conviene apuntar a los estilos y los estigmas, los órganos femeninos de las flores.
Antes que tenerlos vergonzosamente escondidos, los Leucospermum tuvieron la bella idea de hacerlos notar, agrandándolos al máximo hasta formar unas curiosas inflorescencias en “alfiletero”. Los insectos no ven muy bien los colores pero son atraídos por las formas extrañas, y los “alfileres” multicolores tenían éxito también con los pájaros.
Otras especies africanas, como las Protea, los Leucadendron y los Mimetes, en cambio habían trabajado en las hojas, transformándolas en brácteas multicolores, similares a pétalos, para dar mejor la ilusión de una gran flor.
Desembarcando en Australia muchas proteáceas continuaron el camino de los Leucospermum, quizás empujadas por la despiadada competencia de las Mirtáceas como los Eucalyptus, las Melaleuca y los Callistemon que paralelamente, con efecto análogo habían resaltado al máximo los estambres, los órganos masculinos de las flores.
El efecto en conjunto era el mismo: una generosa explosión, un pequeño fuego artificial.
Pero a diferencia de los Leucospermum, que disponen sus estilos en forma de rayos formando hemisféricos alfileteros, plantas como las Grevillea eriostachya, G. leucopteris y G. sessilis, o las Hakea bucculenta y H. trineura, tuvieron la idea de colocarlos uno sobre otro, hasta obtener unas estructuras cilíndricas.
Una orquesta de arcos plegados sobre sí mismos, en anillo, que se distienden luego en elegantes trayectorias curvilíneas simulando una gran flor. Una flor que al madurar cambia de aspecto, en homenaje a la familia que, no por casualidad, Linneo había dedicado a Proteo, el dios griego del mimetismo.
Infinitas variantes de un único tema, los estilos, en estructuras siempre más alargadas que alcanzan en el “avellano”australiano, la Macadamia ternifolia, el aspecto de un amento.
Curioso retorno a la primera solución de las flores feas, curiosa analogía, para las plantas, a la evolución de los marsupiales que han “rehecho”, a su manera, en Australia, las formas típicas de los mamíferos placentarios.
Pero la vida nunca se detiene, y luego de haber apuntado sobre los pistilos y la estructura cilíndrica, otras proteáceas australianas, las banksias, han continuado aumentando el volumen y el número de las pequeñas flores.
En las Banksia coccinea, B. pulchella o B. integrifolia los “arquitos” son aún dominantes, pero en la mayor parte de estas especies son valorizadas también las corolas. Vivazmente coloreadas, amontonadas por millares, una contra la otra, ofrecen un néctar tan rico que los australianos usan a menudo las inflorescencias de la Banksia grandis como endulzante para bebidas, en lugar de unas cucharadas de azúcar.
Algunas Grevillea y Isopogon, la Dryandra formosa y la Petrophile media se conforman con reagrupar menos flores, pero entonces las corolas se hacen más grandes y las inflorescencias hemisféricas o casi planas.
Caso límite el Stenocarpus sinuatus, el increíble «Árbol de las ruedas de fuego», con vistosas corolas escarlata dispuestas en la juventud sobre el mismo plano, como rayos de una rueda.
Otro caso extremo es ofrecido por la Lambertia inermis. Las inflorescencias aquí cuentan sólo con pocas unidades, pero las corolas son enormes: similares a campanillas con una larga vara al medio. Es la flor típica de la familia y quizás, antes de darse cuenta de ser feas y optar por la “vida socialista”, las antiguas proteáceas eran así.
¿Pero qué ha sido de las vistosas brácteas de los géneros Protea, Leucadendron y Mimetes?
En Australia no han tenido mucho éxito, pero reaparecen en la gran “flor” de la Telopea speciosissima, el arbolito que los aborígenes llaman waratah. Los botánicos dirán que aquí los estilos y las corolas son insólitamente grandes, y que las inflorescencias recuerdan por muchos aspectos a las proteas, pero para los indígenas es simplemente la flor más bella del bush y lo asocian a una poética leyenda.
Narran que su néctar era la delicia de Wamili, un valiente y hábil cazador que nunca había hecho faltar los animales de caza a su tribu. Un día, mientras seguía una pista, fue enceguecido por un rayo. Su vida no tenía entonces más sentido porque no podía cazar, ni consolarse con la flor amada confundida con otras venenosas y llenas de hormigas. Su esposa, Kurita, rogó entonces a los espíritus del bosque que volvieran grandes, sobresalientes y duros al tacto los pistilos del waratah y desde entonces Familia acaricia, como el viento, las flores del bush australiano, en busca del néctar más dulce que la miel.
SCIENZA & VITA NUOVA – 1988