Los pelícanos australianos son conocidos también como “Pelícanos de anteojos” porque a diferencia de sus congéneres que viven en otros continentes, tiene anillos negros o amarillos alrededor de los ojos. Espectacular eclosión de un huevo.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Silvia Milanese
David inclina el tráiler y la barcaza resbala a la laguna con un ruido sordo. Cada tanto el pequeño casco de metal toca fondo, y lo empujamos afuera, con mucho esfuerzo ya que nos hundimos en el barro resbaladizo.
Un increíble cielo azul, sin viento, promete por lo menos una jornada de buen tiempo, luego de casi una semana de frío y lluvia. Noviembre es, en general, un óptimo mes para el Coorong, 100 km de dunas, salicornias (también llamadas espárrago de mar, actualmente se utiliza en la producción de biodiesel) y de aves a lo largo de la costa sudeste de Australia, pero se pasa con mucha facilidad, en pocas horas, del verano al invierno.
“Es suficiente”, grita David, y mientas lleva al jeep a un lugar seco, aprovecho para poner un poco de orden a bordo: dos Hasselblad con varios objetivos, uno de 800 mm, un poderoso atril, un flash, la cámara más pequeña de película, y una gran lámina de plástico para proteger los aparatos de las salpicaduras de la embarcación fuera de borda. Aquí, la salinidad es tres veces más elevada que en el océano y pocas gotas son suficientes para comprometerlas y deteriorarlas para siempre.
Partimos hacia las islas prohibidas, la “incubadora” de los pelícanos de anteojos, o pelícanos australianos (Pelecanus conspicillatus), rigurosamente cerradas al público desde 1963.
Conseguí el permiso para visitarlas, con discreción, gracias a la influencia y al apoyo ejercido por el Dr. Cowling del Departamento de Conservación Forestal y Tierras del vecino estado de Victoria, y oficia de guía David Farlam, un joven guardaparques de la reserva. Está muy ocupado, con el buldozer, en la construcción de una calle entre las dunas, y su jefe me lo ha prestado contra su voluntad, diciendo por lo bajo un “hasta las diez como máximo”. Me llevará sobre la isla más grande, la North Pelican Island, una lengua arenosa de solo 600 metros, verde de salicornias y pequeños arbustos, y vendrá después del almuerzo a buscarme.
Los pelícanos, me explica David, llegan hasta aquí desde toda Australia para reproducirse, inclusive recorren hasta 3.000 km de distancia, y hacen los nidos todos los años entre octubre y marzo. Antes de este período hay mucho viento y las islas están en gran parte sumergidas debido a las abundantes lluvias invernales. El nivel del agua en Coorong oscila en aproximadamente 2 metros: un valor enorme para una laguna de 80 km2 con una profundidad máxima de sólo 3 metros.
¿Pero cuántos son? Pregunto mientras pasamos delante de una roca que sobresale y que está llena de pelícanos.
Aproximadamente 2.000 parejas, y dado que las hembras ponen en general dos huevos, a fin de la estación se registran casi 8.000 unidades.
Aunque leyendo que el segundo hijo de los pelícanos está condenado a morir de hambre debido a la voracidad del primero, es sorprendente saber que la supervivencia de los recién nacidos supera el 90%. La laguna y el vecino lago de Albert son una fuente inagotable de peces y los islotes ofrecen una perfecta protección de los lobos y las serpientes.
Solo los pescadores, en el pasado, los perseguían, pensando que eran competencia. Entre el 1870 y 1930 se hicieron numerosos raides en las islas para destruir, sin ningún escrúpulo, huevos y nidos, pero hoy la especie se encuentra protegida y los mismos pescadores, paradójicamente, se han transformado en sus mejores amigos.
Lo miro sorprendido.
Cuando les colocamos los anillos, continúa, los jóvenes vomitan, casi exclusivamente, carpas europeas, una verdadera “peste” introducida desde hace años en Coorong. Se descubrió que estos peces devoran una cantidad enorme de algas, destruyendo el ambiente con graves daños para las más apreciadas especies locales, y los pelícanos, controlando el número, mantienen un delicado equilibrio ecológico para ventaja de los pescadores.
Hoy, en realidad, sólo están amenazados por la curiosidad de los turistas, los que, acercándose demasiado a los nidos, asustan a los adultos que escapan sin cuidado, exponiendo a los huevos y a los pichones a los ataques de las gaviotas y a los extremos cambios climáticos. Por esto sean las islas como la laguna, 140 metros alrededor de la zona donde se encuentran los pelícanos, han sido declarados “Área Prohibida” y las embarcaciones de menor o mayor calado deben rodear el sector.
“Alto, alto”, grito entusiasmado, “estos merecen una foto”.
Se trata de Halfway Island, que no es más que un montículo de rocas a mitad del recorrido entre el punto de embarque y la North Pelican Island. Está a pleno sol, lleno de pelícanos, y en el centro, dos grandes arbustos y los nidos, bien visibles, a lo largo de una bajada. Me enrollo los jeans lo mejor que puedo y bajo en un lugar de poco decímetros de agua a 100 metros de la costa, decidido a acercarme caminando. Avanzo lentamente, resbalando, doy pequeños pasos en el barro caliente, con mi equipo de 500 mm ya colocado en mi atril. Cuando veo que un pelicano da signos de inquietud me detengo, y trato de esconderme detrás del tele objetivo, y tomo una fotografía en automático a 1/30, de éste modo, con un diafragma grande consigo poner en foco y tomar toda la colonia.
Pienso siempre que aquello podría ser el último “clik”, pero los pelícanos sorprendentemente me aceptan y, luego de una media hora y tres rollos de película, llega la alta marea. David me confirmó mas tarde que, sin detenerse, habrían escapado todos a 80 metros de distancia.
Llegamos finalmente a North Pelican Island, y superada una duna, estamos en el corazón de la “incubadora”. ¡Jamás vi tantos nidos! A diferencia de los otros, los pelícanos de anteojos, los construyen solo en el suelo, entre las rocas, tapizando lo mejor posible la cavidad del terreno con plumas y ramitas. Por lo general tienen dos blancos huevos, otros ya tienen los pichoncitos aún sin plumas en distintos niveles de desarrollo. Avanzamos con mucho cuidado, para no aplastarlos absolutamente sorprendidos.
Probablemente, aquí, debe haberlos perturbado algo, comenta David, tomando algunas cáscaras rotas que se encontraban fuera de los nidos, la prueba de los ataques de las gaviotas, y me explica que los huevos, que tienen un largo de 9 cm y 6 cm de ancho, vienen empollados por turno entre los dos padres por aproximadamente 32 a 35 días. Luego se inclina: aquí está naciendo uno. Rojo, sin plumas, lucha en el huevo enceguecido por el sol. Mientras le hago sombra, David lo ayuda a liberarse.
Es la primera vez, me confiesa emocionado, que veo un pelícano venir al mundo: casi jamás desembarcamos sobre las islas y debido a que los nacimientos se dan en un período de 2 o 3 meses, es difícil llegar en el momento justo.
Más adelante encontramos algunos pichones con una mullida plumita blanca, grandes como pavitos. Los anillos alrededor de los ojos, es decir “los anteojos”, en cada uno son negros, en otros amarillos, como en los adultos.
Tienen solo un mes, continúa David, y son quizás machos y hembras. Sobre Pelecanus conspicillatus no se sabía casi nada y los estudios comenzaban solo en esos momentos. La estación anterior, por primera vez, habíamos anillado 2.000 jóvenes y dentro de algunos años, debido a los números de referencia, sabremos si hay una relación entre el color alrededor de los ojos y el sexo, cuanto tiempo viven, si vuelven regularmente a Coorong, y cuales son sus movimientos en cuanto a traslados de un lugar a otro.
Dejamos rápidamente los nidos antes que el sol cocinase los huevos y los pichones, controlando a la distancia con un binocular, preparados para intervenir los ataques de los pelícanos y de las gaviotas.
Dejo a David, decididamente muy tarde para lo que tenía programado, y luego de una breve merienda en la tarde, me aproximo nuevamente a la “incubadora” con mi 800 mm a la espalda. Nuevamente, como a la mañana, me acerco dando pequeños pasos, y llego, entre los matorrales, a 20 metros de los nidos. Los pelícanos me ignoran completamente y continúan limpiándose y aseándose las plumas. Uno se estira y desplegando las alas hace sombra al polluelo de pocos días de nacido.
Espero el “cambio de guardia”, es decir cuando uno de los genitores regresa cargado de peces para los pequeños y disfruto, por la mirilla, durante dos horas de observación.
“Flap, flap, flap”. Antes de lograr verlos, soy atraído por el rumor de centenares de alas que baten alto en el cielo. Querría tener conmigo el objetivo normal para tomar toda la bandada, pero por ser más liviano he dejado en la playa el gran angular y con mi enorme teleobjetivo no consigo ni siquiera encuadrarlos.
En compensación logro asistir desde lejos a un espectáculo increíble. Los polluelos más grandes, aquellos que antes estaban calmos en sus nidos, se reúnen cada vez más excitados en grandes grupos y corren al encuentro de sus padres en los puntos de aterrizaje. Agitan cuellos y alas, en extrañas convulsiones y apenas un adulto toca el suelo, le introducen, sin ningún tipo de escrúpulo, el pico en la boca, solicitando con fuertes golpes de las alas a vaciar el buche.
Has tenido una suerte increíble, mi dijo David, volviendo puntual a las cuatro, la semana pasada un célebre reportero americano, vestido con un mameluco mimetizado, ha intentado en vano fotografiar el momento de la comida y lo único que consiguió fue un gran resfrío.
SCIENZA & VITA NUOVA – 1990