La mágica flor del eucalipto espumea al viento. Centenares de especies: grandes árboles y arbolillos. Famosos también por sus flores.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Gustavo Iglesias
Imaginen conmigo una flor sin pétalos.
Solamente con sépalos, esas hojuelas que la protegen y ocultan cuando solo es un capullo, con pistilo, generalmente poco aparente, y con estambres con anteras cargadas de polen.
Definitivamente, nada muy salientable.
Sin embargo, toda flor es una máquina para la seducción: debe hacerse visible a sus polinizadores. Y si, como es el caso general para las Mirtáceas, el aroma de la flor no es muy evidente, la única salida para el éxito reproductivo en un caso como este es una buena exhibición visual de lo poco que hay disponible.
Por ello a los eucaliptos se les ha ocurrido fusionar sus sépalos en atractivas cubiertas para proporcionar protección sólida a lo que resta de sus pétalos, y esconder dentro una cantidad enorme de estambres, que harán sus flores visibles al mundo en el momento del reclamo.
Y realmente es un reclamo. Porque, cuando las condiciones son las adecuadas, la cubierta se desprende, empujada por cientos de estambres que se despliegan, avasalladores, rojos, rosa, naranja, amarillos o blancos, portando esas “cabezas de cerilla”, las anteras, cargadas de polen. ¿Para qué van a necesitar pétalos? De hecho, por si mismos los estambres forman “corolas” de hasta 8 cm, tan ricas y vaporosas como para hacer al Eucalyptus macrocarpa (Mottlecah) merecedor del nombre vernáculo “Rosa del Oeste”.
Serían estas razones suficientes para que los eucaliptos se durmiesen en los laureles. Pero no, no se satisfacen solamente con eso. En el mundo de las plantas hay dos tipos de flores: las “individualistas”, como los tulipanes o las amapolas, que lo hacen todo por si mismas; y las “socialistas”, que aúnan esfuerzos para seducir a sus polinizadores. Este último caso es el de las flores compuestas (asteraceae), donde las flores, como sucede con las hormigas o las abejas, diluyen su interés individual en el del interés comunitario; y el de las inflorescencias en general.
Los eucaliptos, que hasta cuentan en sus filas con el Eucalyptus socialis, son básicamente “socialistas”, y, visto que también tienen el complejo de “patito feo” por poco vistosos, hacen, como las mimosas, las cosas a lo grande.
Cientos de inflorescencias reunidas en umbelas, panículas o corimbos. Miles de flores abriéndose al cielo, cada una con su mar espumeante de estambres meciéndose al viento.
No es sorprendente pues encontrarse con árboles como el Eucalyptus ficifolia, que repentinamente se sonrojan, o que las ramas de otros como el Eucalyptus preissiana o el Eucalyptus `Torwood´ (un híbrido feliz entre Eucalyptus torquata y Eucalyptus woodwardii) se iluminen, como por arte de magia, con un amarillo deslumbrante.
Dos especies particularmente ambiciosas, el Eucalyptus forrestiana y el Eucalyptus tetraptera exhiben antes del reclamo unos capullos alargados, vivazmente coloreados de rojo. Tal cual si fuesen pequeñas lámparas chinas en medio del bush australiano.
Qué gran festín para las abejas, las aves polinizadoras y los marsupiales voladores de la noche, frenéticos en sus acrobacias entre ramas.
El polen está por todas partes, pero la autofecundación es imposible. Aunque el estigma se mece entre las anteras, todavía no tiene la madurez necesaria para desposarse, y, más tarde, cuando la alcanza, los estambres que le rodean ya han agotado su suministro.
Por todo esto no es descabellado definir al eucalipto, mayormente conocido en Italia por su guerra abierta con los mosquitos, por ser fuente de vahos medicinales, o por su utilidad como cortavientos, como también una planta de flor.
Fuente de ornato poco usual, de Mayo a Agosto, para el jardín o el arreglo floral. Agradecido al clima Mediterráneo, no es casual que uno de los más majestuosos, el Eucalyptus camaldulensis, evoque memorias del Duque de Camaldoli, que en su parque cercano a Nápoles a comienzos del Siglo XIX ya disfrutaba de la belleza de estas plantas.
El fue, quizás, de los primeros en cultivarlos en Europa. No en vano el género Eucalyptus nació poco antes, en 1777, de las manos del botánico francés L’Heritier. De visita en Londres y, por casualidad, pudo examinar una planta recién llegada a Europa junto con la tercera expedición de exploración de Australia al mando del Capitán Cook. Asombrado por el truco de las cubiertas protectoras de las flores, los “corchos” de la botella, bautizó a la planta inmediatamente como Eucalyptus, del Griego “eu” (bien) y “kalyptos” (cubierto, protegido).
Después vino la Revolución Francesa y la gente tuvo otros asuntos más urgentes en los que pensar. Los eucaliptos fueron útiles, al menos, en el combate contra la malaria. El perverso ciclo del Anopheles todavía no era bien conocido y se pensaba que el aroma balsámico de las hojas podía neutralizar el “mal aire” de los pantanos. Y, en el fondo, había algo de cierto en esto, porque los eucaliptos, absorbiendo el agua del suelo como bombas de drenaje, no dejaban hogar muy confortable a los mosquitos.
Hoy en día, con el creciente bienestar económico, hay muchos “Pequeños Duques de Camaldoli” en Italia, y, por ello, permítannos mencionar aquello que debe hacerse por parte de cualquiera que, en posesión de un jardín en la Riviera, desee experimentar el camino de la flor del eucalipto.
En primer lugar, se necesitan semillas, porque para el eucalipto el principio siempre y solamente es a través de una semilla. Están ocultas en cápsulas leñosas que se abren tras madurar aproximadamente un año después de la floración.
Para conseguirlas es suficiente con escribir una carta a los famosos jardines botánicos de Perth, Adelaida, Melbourne o Canberra. Sus directores son gente muy amable y si no pueden remitir la semilla, ya que usualmente los jardines botánicos no corresponden con cultivadores privados, al menos les pondrán poner en contacto con sociedades botánicas o viveristas.
En la elección de especies debemos, naturalmente, dar prioridad a aquellas naturales de Tasmania o el Sur de Australia, que soportan en general mejor el frío. Y, si no queremos ser aplastados por monstruos vegetales, o queremos evitar invadir la propiedad de nuestros vecinos, debemos también tener al menos una vaga idea de en qué se puede convertir el árbol que vamos a adoptar.
Las dimensiones de los eucaliptos varían muchísimo, desde unos pocos decímetros para algunas especies de porte arbustivo hasta los 80 metros, y más, del majestuoso Eucalyptus regnans, uno de los árboles de mayor tamaño en nuestro planeta.
El previamente citado Eucalyptus camaldulensis alcanza, en Australia, los 50 metros de altura y casi los mismos en anchura de copa. Pero, afortunadamente, los eucaliptos de flor atractiva tienen, por lo general, dimensiones más modestas: 10 metros de altura para el Eucalyptus ficifolia, 8 metros para el Eucalyptus forrestiana, de 2 a 5 para el Eucalyptus pyriformis y el Eucalyptus macrocarpa, y tan solo 2 metros de altura para el Eucalyptus preissiana y el Eucalyptus tetraptera.
Se siembran al comienzo de la primavera, en pequeñas cajoneras rellenas de una mezcla ligera y arenosa, cubiertas por cristal y quizás algún periódico con solera. Deben mantenerse a una temperatura de 13 a 15 ºC y solamente cuando empiecen a asomar, después de unas 2 o 3 semanas (para algunas especies puede alargarse a un par de meses), podremos retirar las protecciones.
El semillero debe colocarse entonces a la luz, pero no directamente bajo el golpe de sol, y debe regarse siempre por capilaridad (“de abajo arriba”) mediante la inmersión parcial del semillero en otro recipiente más grande.
Tras unos veinte días, cuando las pequeñas plántulas nos enseñen un par de hojas verdaderas y el inicio de las siguientes, debemos efectuar un transplante rápido a pequeñas macetas, sin permitir que las raíces se sequen.
Nuestros baby-eucaliptos deberán entonces exponerse gradualmente al sol, y deberán regarse cuidadosamente durante el verano. En otoño superarán los 15 cm de altura, y podremos, finalmente, y sin desenraizarlos, plantarlos en su lugar con el cepellón completo.
Aunque algunas especies toleran los suelos calcáreos, el terreno debería ser preferiblemente neutro o ácido. El nivel de fertilidad no es excesivamente importante: es suficiente con que el lugar en que los plante sea bien expuesto, con buen drenaje pero suficientemente húmedo en verano, al menos mientras la planta no sea lo suficientemente grande como para buscar agua por sí misma con raíces más profundas.
En general los eucaliptos crecen con rapidez (incluso 5 metros de altura en tres años), y descubrirán que la forma de sus hojas y su punto de inserción en las ramas cambian sorprendentemente con el tiempo. Los expertos distinguen cuatro fases (germinativa, juvenil, intermedia y adulta) cada una con un tipo diferente de hojas, y, por lo general, solamente cuando la planta alcance la etapa adulta, con sus hojas definitivas, podrán observar las primeras flores en formación.
GARDENIA -1988
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