Común en nuestros climas, el Arum secuestra a las moscas para la polinización. A la misma familia de las Aráceas pertenecen muchas plantas de departamento.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Viviana Spedaletti
Para reproducirse las plantas necesitan a menudo de los animales.
Los cortejan con sus órganos sexuales, las flores, y luego los transforman en unos “carteros” más o menos conscientes, más o menos pagados, para llevar a destino su polen.
La técnica más usada es la de la invitación a cena.
La planta ostenta una corola multicolor, el letrero inconfundible de su restaurante, del cual se escapa un perfume estimulante.
Los diseños, las líneas convergentes, indican sin equivocaciones el punto para el aterrizaje, y desde hace millones de años los insectos siguen fielmente un determinado recorrido obligado, recogiendo y abandonando extrañas esferitas pegajosas y esculturales, los granos de polen, en los cuales duermen los espermatozoides de la especie.
No serán despertados, como en el cuento, por el beso de un príncipe azul, pero, si tienen suerte, por el de una princesa, que a través del estigma, del ovario, los sacudirá con una hormona apenas lleguen a destino.
Los insectos, por su parte, no están ciertamente contentos de ser enharinados como pescados para freìr, sufrir trampas, pasajes angostos, levas que se bajan y golpean el dorso, horquillas que aprisionan las patas o adosan pesos, pero toleran de todo a cambio de alimento.
Yo te alimento y tú me fecundas: es el contrato tipo.
Como sucede entre los hombres pero, a igualdad de trabajo el pago es raramente el mismo: hay plantas generosas y plantas avaras; especies que no dan propina, que engañan al “cartero” o que hasta lo matan, como se hace con los agentes secretos a misión cumplida.
Una orquídea australiana sin escrúpulos, por ejemplo, ha inventado, mucho antes que estuviera de moda en los sex-shop, una especie de “muñeca inflable” para insectos.
Su flor tiene la misma forma, los mismos pelos, el mismo color y hasta el mismo olor que la hembra de una cierta avispa.
Los machos se arrojan allí en picada, pero falta el orificio natural para el apareamiento, y luego de varios intentos infructuosos, amarillas de polen y de rabia, prueban nuevamente en vano y en vano con otras flores, fecundándolas.
Trabajando frustrados, sin compensación y sin pausa, por semanas, porque la orquídea florece antes que las verdaderas hembras emerjan del suelo y se lleven, para aparearse, unos juncos, análogos.
El engaño es perfecto.
¿Perversidad? ¿Injusticia? Quizás, pero en el amor y en la guerra, se sabe, todo está permitido.
Y además existen también plantas más “malvadas”, que hasta secuestran a los polinizadores.
Es el caso de nuestros Arum comunes a lo largo de las rutas y los senderos del campo.
Aparecen en primavera del terreno seco con una falsa flor, similar a una cala, formada por una gran hoja blanca (botánicamente una bráctea llamada espata), de varios centímetros de altura. Al centro una especie de vara: el espádice.
La verdadera flor, es decir las verdaderas flores, están abajo, pequeñas, invisibles desde el exterior, reunidas en una extraña inflorescencia.
Abriendo con una chuchilla la base de la espata se descubre una cámara nupcial, con alguna mosca muerta o atontada, que se apura para tomar vuelo.
Al centro la parte terminal del espádice, un auténtico “palo de tortura” para insectos, rico en accesorios para sadomasoquismo.
Veamos en detalle cómo funciona.
La flor falsa llama la atención de las moscas mientras la vara emana un tenue calor y un perfume muy agradable (todo es relativo) de carne en descomposición. “Atracción fatal”, y las moscas entran.
Arriba encuentran unos robustos pelos doblados hacia abajo, las flores femeninas estériles, que forman una especie de parrilla. El olor y el calor se vuelven siempre más fuertes y las pobres empujan, empujan, convencidas de que detrás de aquella puerta estará la felicidad.
Finalmente los pelos ceden y se encuentran prisioneras en una extraña celda.
Arriba, debajo de la entrada, encuentran las flores masculinas aún cerradas, amarillas de estambres por abrirse, luego las femeninas fecundadas, blancas y panzonas como muchos huevos.
Maduran en primer término, y si las moscas son reducidas por un Arum, no podrán hacer otra cosa que fecundarlas. Tienen todo el tiempo, porque el arresto dura algunos días, hasta que son polinizadas.
Sólo entonces, maduras y satisfechas, señalarán con una hormona a los hermanos que es el momento de abrirse.
Aunque en las flores los dos sexos están cerca a menudo, la naturaleza tiene horror a los incestos y hace de todo para evitarlos.
Las pobres moscas siempre prisioneras reciben mientras tanto una lluvia de polen, pero están al final del calvario porque inmediatamente después otra hormona hará endurecer los pelos de la grilla.
Podrán escapar, pero muy probablemente no tendrán tiempo de broncearse porque los insectos no saben atesorar las experiencias y para las moscas, cuando hay poco para comer y hace frío, todos los caminos conducen a los Arum.
Luego, tan rápido como había aparecido, la gran espata blanca de la falsa flor desaparece, se seca con la vara, las femeninas estériles y las flores masculinas, mientras aquellas fecundadas dan lugar a unas bayas muy venenosas.
Ingredientes clásicos de las hechiceras, son primero verde-manzana y luego escarlata, y ha valido a estas misteriosas plantas el nombre, sin equívocos, de “Pan de víbora”.
¿Estamos al máximo de la maldad y de la ingratitud vegetal?
No, porque como siempre existe algo peor.
Las femeninas de algunos Arum exóticos, los Arisaema, matan sistemáticamente a los “carteros”.
Aquí los sexos están bien separados: las falsas flores tienen abajo una portezuelita, para permitir la salida del insecto cargado de polen, pero la cámara nupcial de las falsas flores femeninas es sin salida.
La recompensa para las desventuradas moscas será una condena a muerte sin apelación.
SCIENZA & VITA NUOVA – 1989
→ Para apreciar la biodiversidad dentro de la familia de las ARACEAE clicar aquí.