Insólitas bulbosas, por lo general de origen sudafricano, de fácil cultivo en los climas mediterráneos.
Texto © Giuseppe Mazza
Traducción en español de Viviana Spedaletti
Clasificar las plantas quiere decir en definitiva rehacer su historia, narrar la aventura de su evolución.
Y dado que las flores, los órganos sexuales del mundo verde, evolucionan más lentamente tallos, hojas o raíces, los botánicos para reagruparlas se basan principalmente en su estructura.
Nacen así los conceptos de género, especie y familia, esos nombres latinos a menudo difíciles de asimilar, que sirven a los estudiosos y a los apasionados de todo el mundo para entenderse, y a los sistemáticos para ordenar.
Con este propósito, el gran Linnèo fue el primero que tuvo la intuición de contar los estambres, y reagrupar las plantas según su disposición y número; pero era sólo un enfoque impreciso, casi como pretender clasificar a las personas por la forma y el tamaño de la nariz.
Hoy, permaneciendo esta ordenación, se examinan también otros elementos, como la arquitectura de las corolas, su posición en las inflorescencias, los cromosomas y el “diseño” de los pólenes, típicos de cada especie.
Puede suceder entonces, entre la desesperación de los viveristas, generalmente muy conservadores, que los nombres latinos cambien, y que una planta, o un grupo de plantas, se deslicen, según las opiniones, de una familia a otra.
Es el caso de las Amarilidáceas, un grupo muy discutido con centenares de especies, más o menos vasto según si se sigue rigurosamente la definición de “lirios con ovario ínfero”, o se admiten a este criterio algunas excepciones, tomando en consideración también otros elementos, como la estructura a umbela de las inflorescencias.
Así, para algunos, los Allium y los Agapanthus estarían fuera de moda en las Liliáceas, y los agaves antes Amarilidáceas convencidas, tendrían hoy una familia sólo para ellas: las Agaváceas.
En este estado, luego de haber constatado que filogenéticamente las Amarilidáceas evolucionan de las Liliáceas, con algunos caracteres de las Iridáceas, más que puntualizar, nos limitaremos, dejando de lado los bien conocidos narcisos, las campanillas de invierno (galantus) y las amarilis, a hablar de las especies insólitas, prevalentemente sudafricanas, que se presentan como “flores alternativas” y “de apasionados” en el mundo del jardín.
Se trata siempre de bulbosas o afines: plantas de “ambientes difíciles”, que superan los largos períodos de sequía con estructuras subterráneas, creadas para almacenar agua y alimentos, para breves pero intensas explosiones vegetativas; plantas que a menudo desaparecen por meses, perdiendo las hojas, pero que se conforman con un puñado de arena en una maceta y agradecen las pacientes esperas con flores vistosas.
Según la estación de las lluvias en los países de origen, se pueden dividir en tres grupos: especies de crecimiento invernal, que se despiertan aquí en octubre-noviembre; especies de crecimiento estival, en movimiento en marzo-abril; y especies siempre verdes, como las alivias, de hojas robustas y carnosas muy perdurables.
Si, aunque mojándolas, las hojas se marchitan, quiere decir que es el momento de reducir y luego suspender los riegos; y si sin mojarlas rebrotan, quiere decir que necesitan nuevamente agua.
Veamos en concreto las diferentes especies.
Un primer grupo, realmente sorprendente, es el de los Haemanthus : 21 endémicas sudafricanas, con una muy vasta distribución, desde Namibia a Transvaal y a la Región del Cabo.
Tienen tupidas inflorescencias en umbela, con pequeñas flores estrelladas por largos estambres, escondidos a menudo por vistosas brácteas y en general sólo dos hojas basales, que se marchitan cada año y resurgen nuevas del bulbo, luego del período de reposo.
Pero algunas siempre verdes, como la Haemanthus albiflos, conservando las viejas, se permite el lujo de tener 4 o 6.
Las inflorescencias de esta especie, de cándidas brácteas que contrastan con el amarillo de los estambres, parecen pinceles apenas entintados en un barniz dorado, y surgen como joyas entre las sombras del sub-bosque.
Pero por lo general las Haemanthus son plantas de pleno sol, creadas para disfrutarlas sin agua y sin hojas, todo el verano, en terrazas y balcones.
La coccineus, que a menudo se encuentra en los viveros europeos, crece en invierno, luego pierde las hojas y rebrota desde la tierra desnuda en setiembre-octubre, con vistosas brácteas anaranjado-bermellón e inflorescencias de hasta 8 cm.
El ideal para los calurosos jardines mediterráneos, con largos veranos secos, donde puede tranquilamente reposar en seco, a la espera de las lluvias otoñales.
Análogas exigencias presenta la Haemanthus crispus, una especie de curiosas brácteas flameantes que envuelven casi por completo las florcitas, como el papel para ramos de los floristas.
Las Scadoxus, muy afines a las Haemanthus, cuentan con 9 especies rizomatosas.
La más conocida, de crecimiento estival, es la puniceus, pero la más bella, para tener en plena sombra, es sin dudas la Scadoxus multiflorus katharinae, de hojas siempre verdes e inflorescencias rojas, de casi 20 cm.
Espectaculares, por el gran diámetro, son también las umbelas de la Brunsvigia (casi 20 especies), que superan en la josephinae los 40 cm, y recuerdan, en las especies más pequeñas, a las Nerine.
Éstas ostentan numerosos cultivos y casi 30 especies endémicas sudafricanas.
Amantes del sol, pueden ser siempre verdes o caducas, prevalentemente de crecimiento estival.
En el período vegetativo necesitan frecuentes riegos y fertilizantes, pero luego necesitan un largo período de reposo, sin una gota de agua.
Las especies más rústicas son las bowdenii, habituadas a las heladas, y la angustifolia, que soporta sólo las de breve duración.
Otro grupo de pequeñas maravillas sudafricanas, poco conocidas en Europa, está constituido por las Cyrtanthus : 51 especies que, salvo excepciones como la sanguineus, presentan flores tubulares, agrupadas en umbela que penden, muy decorativas.
Aman la media sombra, y las siempre verdes, como la brachyscyphus o la herrei, son generalmente más fáciles de cultivar.
La breviflorus, de luminosas flores amarillas, y el Lirio de fuego (Cyrtanthus falcatus) de crecimiento estival, son igualmente aconsejables, pero no faltan plantas “difíciles”, como la spiralis, que requieren suelos especiales o justamente un incendio para florecer.
El género Clivia, cuenta con sólo 4 especies rizomatosas y siempre verdes.
Además de la variedad amarilla de la miniata, aún desconocida en Europa, merecería una mayor difusión de también la nobilis, de graciosas campanillas rojo-anaranjadas, con ápice verde, que resurgen a menudo en otoño, luego de la rica floración de mayo.
Las Crinum, de grandes corolas blancas, rojas, púrpura o cambiantes en el tiempo, ostentan casi 130 especies, en su mayoría africanas, difundidas también en Asia y América.
Necesitan generalmente pleno sol, riegos generosos y abonos adecuados a la talla en el período vegetativo.
Las especies que crecen por meses en terrenos encharcados, toleran, sin problemas, los estancamientos de agua.
El fenómeno, en estridente contraste con el concepto de bulbosa, se explicaría con un repentino cambio climático de los ambientes áridos en los cuales vivían, aunque no seguido, por los tiempos mucho más largos de la evolución biológica, por una regresión del bulbo.
Y esto confirmaría lo que los viveristas comprueban sin descanso en cultivo: la extrema “elasticidad” de las bulbosas, capaces de soportar, mucho más que otras plantas, condiciones a menudo muy diferentes de aquellas de su ambiente de origen.
Desde México, para alegría de los coleccionistas, proviene otra especie extraña, el Lirio de los Aztecas (Sprekelia formosissima), con unas típicas flores rojas “como pájaros” de 10 cm de diámetro, que se abren en abril-mayo, antes que las hojas.
En el área mediterránea, donde la temperatura no desciende nunca por largo tiempo por debajo de los 7-10 ºC, puede tranquilamente cultivarse al aire libre.
El género Alstroemeria, bien conocido por los apasionados de bouquet, ostenta una cincuentena de especies sudamericanas, provenientes prevalentemente de Chile, que han dado origen a numerosos híbridos de jardín.
Crecen bien en plena tierra, en lugares reparados y sombreados, pero temen a menudo al hielo.
La floración, en primavera-verano, es muy abundante, y las hojas caen en otoño cuando la planta se refugia en una especie de tubérculo.
Lo mismo se puede decir de la Bomarea multiflora, una amararilidácea trepadora de gran talla que arranca cada año de cero, alcanzando los 2-3 m de altura.
Sudamericana, afín al género Alstroemeria, requiere elevadas dosis de fertilizante en el intenso período vegetativo.
Las Zephyranthes, similares a grandes Crocus, constituyen un grupo de más de 65 especies americanas, difundidas desde Texas hasta Argentina, bastante frecuentes en los viveros.
Crecen como hongos, y se prestan muy bien para vivaces manchas de color sobre alfombras de hierbas.
Todas estas Amarilidáceas viven bien en maceta.
Un tipo de cultivo que además de limitar los riesgos de infección, permite repararlas fácilmente, según los climas, de la lluvia o del frío.
Las especies de crecimiento invernal exigen un drenaje perfecto, asegurado por fragmentos de cacharros sobre el fondo, seguidos por un puñado de grava, un compuesto liviano y una capa de arena con cuarzo, con gránulos de casi 0,5 mm, que reflejan la luz del sol, aumentando al mismo tiempo la evaporación.
Los bulbos se entierran en esta zona, normalmente más seca, rápidamente atravesada por las raíces en busca de alimento.
La mayor parte de las amarilidáceas es de una frugalidad legendaria, pero naturalmente las especies de crecimiento veloz y de gran porte, demuestran un cierto “apetito”.
Es necesario ser cautos con el nitrógeno y en general basta algún suministro de polvo de hueso o polvo de sangre coagulada.
Difícil decir, en general, a qué profundidad enterrar los bulbos.
Cada especie tiene sus exigencias, pero en su mayoría aman estar cerca de la superficie, a menudo superficiales.
Disponiendo de plantas madres, la propagación de las amarilidáceas es muy simple: basta, en el período de reposo vegetativo, separar los nuevos bulbos que crecen junto a los viejos.
A falta de ellas, para comenzar una colección, es necesario partir de las semillas provenientes de asociaciones y jardines botánicos abiertos a las exigencias de los apasionados, como el célebre Jardín sudafricano de Kirstenbosch.
Las plantas obtenidas de esta manera son generalmente más robustas y adaptadas al nuevo ambiente, pero las semillas de muchas especies, cuando no germinan ya en las inflorescencias, tienen a menudo una brevísima vida, de 3-4 semanas solamente.
Son esparcidas rápidamente, sobre la arena y vaporizadas o mojadas por capilaridad.
Luego, cuando las hojas de las plantitas se marchitan, se suspenden los riegos, hasta que los pequeños bulbos rebroten por sí solos en la estación vegetativa.
Las primeras flores, según la especie, salen luego de 3-8 años.
Quien tiene la fortuna de recoger unos bulbos en el hemisferio sur, tiene dos alternativas: reducirles el sueño o prolongarlo hasta la estación siguiente.
El primer camino es preferible, porque más allá de un cierto período de reposo se corre el riesgo de perderlas, y podrían siempre despertarse fuera de estación, siguiendo su “reloj interno”, con resultados catastróficos.
Lo ideal es sacarlos en el hemisferio sur cuando duermen por 2-3 meses, y provocarlos inmediatamente a germinar, aunque un poco en retardo, según las nuevas estaciones.
GARDENIA – 1990
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